—Esta mañana, me he cruzado en el ascensor con la mujer de Rafa.
Antonio sirvió vino en los vasos de los dos adultos.
—¿Qué Rafa?
Esperanza dio un pequeño sorbo.
—Rafa Miranda, el del sexto, el cirujano que trabaja en Quirón.
—¡Ah, sí, sí!
—La pobre estaba angustiadísima con el tema de la hija.
—¿Qué le pasa?
—Por lo visto, después de conseguir que la enchufen en la facultad de medicina donde estudió el padre, ahora la hija dice que no, que quiere ser actriz.
Antonio terminó de tragarse lo que tenía en la boca.
—¿Y por qué no dejan que estudie lo que quiera? Qué manía tienen algunos padres de imponer sus ideas a los hijos.
Julián miró a su hermana en silencio. Ella sonrió. La madre le sirvió una cucharada más de guisantes con jamón.
—María, hija come un poco. Con tanto ballet te estás quedando en los huesos.
Sirvió un poco más también a su marido.
—Lo sé, pero no podía decirle lo retrógrados que son, con lo mal que estaba.
—Les gusta mucho aparentar. Coño, que dejen a la hija ser feliz, si su vida ya la tienen hecha.
—Si no la corto, todavía me tiene en el rellano.
El miércoles por la tarde, Julián estaba viendo un capítulo de Las chicas Gilmore. Tenía el volumen al mínimo. Cuando advirtió que su madre se acercaba, apagó la tele deprisa. Esperanza se sentó en una de las sillas y dejó el costurero sobre la mesa. Enhebró la aguja y continuó cosiendo el traje de bailarina de María para el concierto de ballet. Julián se había levantado del sofá, dispuesto a marcharse.
—¿Ya te has cansado de ver el fútbol?
—Iban perdiendo.
—¿Has hecho los deberes?
—Me quedan unos ejercicios de matemáticas.
Julián giró la cabeza de camino a su cuarto y, al ver que no lo seguía nadie, se metió en la habitación de sus padres. Abrió el joyero de la cómoda y sacó el collar de perlas. Se miró en el espejo. Arrimó el taburete al armario y descolgó un vestido de tirantes de color lila. Se lo puso sobre la ropa, ajustándoselo con las manos para tener una imagen más real. Colgó el vestido otra vez en su sitio y se dirigió al zapatero donde su madre guardaba todo el calzado. Eligió los tacones blancos con lunares violetas y un broche en forma de lazo hecho a base de piedrecitas brillantes. Se agarró al galán de noche y mantuvo el equilibrio mientras miraba en el espejo el efecto que provocaban el collar y los zapatos. Oyó que su madre lo llamaba. Casi se cae de boca al quitarse los tacones. Los metió en el mueble bien colocados, devolvió el taburete a su sitio y guardó el collar en el joyero, pero con las prisas, tiró el frasco de colonia de su padre. Esperanza entró en la habitación y encontró a su hijo recogiendo del suelo el tapón y los trozos de cristal.
—¿Se puede saber que estás haciendo aquí?
—Quería echarme un poco de colonia.
—¡Deja eso ahora mismo!
Ella se agachó para recoger el cristal esparcido.
—¡Sólo tienes diez años! Veremos qué dice tu padre cuando se entere.
—Puedo comprarle otra con mis ahorros.
—Ponte las zapatillas y el abrigo, que llegamos tarde a por a tu hermana.
Habían terminado de cenar. Esperanza quitaba los platos de la mesa y María ayudaba con los vasos y los cubiertos. Julián estaba al lado de su padre, que le preguntaba por lo sucedido esa tarde.
—¿Cuántas veces se dicen las cosas en esta casa?
—Una.
—Sabes que no tienes permiso para entrar en nuestra habitación. ¿Por qué lo has hecho?
Julián agachó la mirada sin responder. Su padre le pegó una colleja.
—Habla cuando te pregunto.
—Solo entré para echarme un poco de colonia.
—¿Es tuya?
—No.
—¿Entonces?
—Lo siento, no volverá a suceder.
—Eso espero.
María lo esperaba en su cuarto, escuchando un poco de música con el discman.
—Creía que ya no venías.
—Me ha costado escaparme.
Su hermana echó hacia atrás la sábana y el edredón y le dio el tutú.
—Date prisa. Si nos pillan nos matan.
Julián se quitó el pijama sin perder tiempo y se vistió con el traje de bailarina.
—Es precioso.
María abrazó a su hermano.
—Mamá te está cosiendo uno nuevo para el recital.
Charlaron un rato sentados en la cama. Ya era tarde cuando Julián se quitó el traje y se fue a su habitación.
El viernes, en el recreo, Julián se sentó en uno de los bancos de piedra que había en el patio, junto a un grupo de chicas de su clase. Raúl se acercó con su pandilla de amigos.
—¿Otra vez hablando de pintalabios, nenaza?
Él buscó una mirada de apoyo entre las chicas, pero ninguna lo defendió.
—¡Eh, tú, mariposo! ¿Es que no me oyes? Te estoy hablando.
Le soltó un manotazo en la cabeza. Todos se echaron a reír.
—¿Por qué no me dejas en paz?
Raúl lo imitó con voz de chica.
—¿Por qué no me dejas en paz? ¿Por qué no me dejas en paz? Y, si no, ¿qué?, ¿vas a llamar a tu hermanita para que te defienda?
Julián se puso de pie para enfrentarse a él. El líder de la pandilla borró la sonrisa de su boca y pegó la nariz a la de su víctima.
—¿Vas a pegarme, Marijuli?
El profesor de guardia fue hacia ellos.
—¿Todo bien por aquí?
—Sí, profe, todo bien. Nosotros ya nos íbamos.
Las chicas se miraron entre ellas. Una tomó la iniciativa.
—No queremos que te juntes con nosotras.
—¿Por qué?
Otra dijo la palabra “rarito” en medio de una tos fingida. Las demás no pudieron aguantar la risa. Julián se marchó en silencio, sin levantar la cabeza, directo a los aseos. Se encerró en uno de los baños y se sentó en el inodoro con las rodillas pegadas al pecho, apoyando los brazos y escondiendo la cabeza entre ellos.
María quiso preguntarle a su hermano sobre lo sucedido en el patio, pero Julián no habló en todo el camino. Al entrar en casa, saludaron a su madre, que les preparaba la merienda en la cocina.
—Cuando terminéis, dejáis los platos en el fregadero.
María esperó a que su madre se fuera.
—¿Se puede saber qué ha pasado hoy?
Él alzó los hombros a modo de respuesta.
—Esos chicos no te van a dejar en paz. Debes tener más cuidado.
—Menudo descubrimiento.
—Te estoy hablando en serio. Júntate con otros compañeros.
—¿Por qué? ¿Por qué no puedo estar con chicas? Me gusta de lo que hablan.
—Te consideran un bicho raro.
—¿Y qué? ¿Te da vergüenza?
—No. Claro que no, Julián, pero no quiero que sufras.
Al cabo de un rato, la madre entró en la cocina con un cesto de ropa sucia.
—¿Todavía estáis aquí?
—Ya nos vamos.
—Tengo mucho que hacer. Poneos a estudiar y en cuanto acabéis me echáis una mano. Los tíos y los primos vendrán mañana para celebrar el cumpleaños de vuestro padre y aún no me he puesto a hacer la tarta.
El sábado, la familia comenzó a llegar sobre las seis de la tarde. Julián oía desde el pasillo las voces de sus primas más pequeñas. Tocó en la puerta de su hermana.
—¿Puedo pasar?
—Sí, claro.
No le quitaba ojo al vestido que llevaba María.
—¿Lo que dijiste ayer iba en serio?
—¿A qué te refieres?
—¿Estás segura de que no te avergüenzas de mí?
Su hermana se apartó del espejo y se colocó frente a él. Apoyó las manos sobre sus hombros y lo miró con cariño.
—Eres mi único hermano y quiero que seas feliz.
—¿Por qué me dices eso?
—Porque será difícil conseguir lo que quieres.
—¿Me prestarías un vestido?
En el comedor, las conversaciones de los adultos y los juegos de los niños se iban convirtiendo casi en un griterío. Esperanza había puesto un mantel con una vainica hecha por ella misma. Había colocado una bandeja de sándwiches mixtos, de salami y de chorizo, y otra distinta con los de masa vegetal; cuencos con patatas fritas, gusanitos y pelotazos para los más pequeños. En fuentecitas estaban los encurtidos: pepinillos, aceitunas, berenjenas y altramuces, y había reservado un extremo de la mesa para las botellas de refrescos, las servilletas, los vasos, los platos y los tenedores para las tortillas de patata. Los adultos tenían, casi todos, un botellín o un vaso de bebida en la mano; charlaban, felicitaban al anfitrión y daban buena cuenta de los sándwiches y los encurtidos. Los niños iban y venían, agarraban la comida a puñados y se marchaban rápido para seguir jugando.
Todos guardaron silencio cuando María y Julián entraron en el comedor. Antonio soltó la cerveza y se puso de pie.
—¿De qué coño te has vestido, Julián?
—Papá…
—Tú a callar, que nadie te ha dado vela en este entierro.
Julián estaba quieto, soportando las miradas mientras se apretujaba una parte del vestido.
—¡Que salgas de aquí y te cambies!
—Hijo, haz caso a tu padre. Esto no es una fiesta de disfraces.
—¿Por qué no le dejáis que se vista como le dé la gana? —dijo la tía Laura.
—No metas las narices donde no te llaman, que con una loca en la familia ya tenemos bastante.
—Haz el favor de tenerme más respeto. Soy tu hermana mayor.
—Oye, si no te gusta lo que digo, ya sabes.
Esperanza se llevó a Julián antes de que la cosa empeorara. Lo acompañó a su cuarto y sacó del armario unos vaqueros, una camisa y un jersey.
—Mamá.
Ella se giró antes de abandonar la habitación.
—¿Por qué no puedo vestir como María?
—¡Porque no! ¡Porque ella es una chica y tú un chico! ¿No lo entiendes?
—Pero yo quiero ser como María.
—¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza? ¿Eh? ¿Cómo vas a querer ser una chica? ¿Te estás oyendo? Si sigues así, tendremos que llevarte al médico.
—No me duele nada, mamá.
—Lo sé, cariño, pero algo no te está funcionando bien.
A las doce de la noche, Antonio entró en la habitación de su hijo. Lo zarandeó para que se despertara.
—Vístete, nos vamos.
—¿A dónde?
—Te espero en la puerta. Date prisa.
Permanecieron callados durante el trayecto. Habían salido de la ciudad y las farolas ya no alumbraban ese tramo de la carretera. Era una noche cerrada. Antonio aparcó en una explanada de tierra donde había una casa blanca con grietas en la fachada. Un letrero con forma de gato estaba situado en la parte más alta, decorado con luces de neón rosa.
—Espérame aquí.
El chico siguió con la mirada a su padre, que entró en aquella casa y salió minutos más tarde acompañado de una mujer. Llevaba un corpiño muy ajustado y unos tacones altísimos. Sonrió en dirección al coche. Julián no perdía detalle mientras se secaba el sudor de las manos en los pantalones. La mujer subió por una escalera que daba acceso a una galería exterior flanqueada de puertas grises. Antonio se dirigió al coche.
—Papá, quiero irme a casa. Por favor.
—Relájate y verás que bien te lo pasas.
Era una habitación sin ventanas y la cama tenía una colcha vieja y descolorida. La lamparilla de la mesita de noche apenas iluminaba más que el cabecero. Antonio cerró la puerta y se quedó en la galería, apoyado en la barandilla mientras se fumaba un cigarro. La mujer se acercó a Julián, le pasó la mano por el pelo y le acarició la cara con aquellas uñas largas y rojas. Lo sentó en la cama y empezó a contonearse. Él agachó la cabeza, pero ella se la levantó despacio, sonriendo. Se abrió el corpiño y Julián se echó hacia atrás. Ella le agarró las manos y, sin soltárselas, las pasó por sus pechos con suavidad. El chico consiguió soltarse. Empujó a la mujer, que perdió el equilibrio y cayó al suelo. Antonio se giró cuando su hijo abrió la puerta.
—¿Qué coño estás haciendo? Vuelve adentro ahora mismo.
—¡Quiero irme a casa!
Su padre le pegó una bofetada.
—Nos iremos cuando yo diga.
Arrastró a su hijo al interior de la habitación y, esta vez, él lo acompañó.
Llegaron a casa a las dos de la mañana. En su habitación, Julián se restregaba la cara con la manga del jersey. Se quitó los zapatos y cruzó el pasillo en dirección al baño procurando no hacer ruido. Se paró al oír a su madre.
—Es solo un niño, Antonio. Se le pasará.
—Eso espero, porque si no, lo mato. No he tenido un hijo para que me salga maricón.
Julián intentó deshacerse del olor que le había dejado aquella mujer en la cara. Empapó un disco de algodón con el desmaquillante de su madre y se frotó la frente, las mejillas y la boca una y otra vez. Una y otra vez.
Al volver del baño, María estaba en su cuarto.
—¿Qué ha ocurrido?
Julián se tumbó en la cama y cerró los ojos. Ella se sentó en la alfombra, frente a él.
—Eh, estoy aquí. Háblame. ¿Adónde habéis ido? ¿Te ha hecho algo? Por favor, cuéntamelo.
Su hermano volvió a abrir los ojos enrojecidos e hinchados.
—Quiero estar solo.
—¿Cómo puedo ayudarte?
—Ya me has ayudado bastante.
Él quiso darse la vuelta, ella lo detuvo.
—Sé que soy una vergüenza para esta familia.
—¡No lo eres! ¿Me oyes? No para mí.
—Vete.
—Si quieres no hablo, pero no me eches.
Él se quedó un rato en silencio y miró a su hermana, que también tenía los ojos acuosos.
—¿Me prestarías el tutú nuevo?
—Por supuesto que sí, todas las veces que me lo pidas.
Julián entrelazó la mano con la de su hermana.
—¿Irás al colegio con él?
María colgó el traje de bailarina en el armario de Julián antes de irse a dormir. Él se levantó al cabo de unos minutos y puso el tutú sobre la cama. Era una obra maestra cosida por su madre. Le estaba un poco holgado y se ajustó el bodi con las manos. Sin embargo, a la chica del espejo le quedaba perfecto. Abrió las dos hojas de la ventana y se subió al alféizar. Estaba oscuro. El cielo, negro. No había ruido de coches ni sirenas de emergencia. Solo le llegaba, a través del tutú, la luz de las farolas, que hacía brillar el asfalto.
Buffff qué te digo Bruji??? Y lo peor es que esto todavía sucede .Como siempre los pelillos de punta!!!
Tan brutal como siempre. ¿Para cuando esa recolección de relatos?