Asunción cargó con el cesto de la ropa y salió al patio, soportando el dolor de los huesos. La ciática le pegaba fuerte cada vez que se agachaba. Hacía un gran esfuerzo al levantar los brazos y tender las sábanas sobre aquella cuerda de nailon, pero secar la ropa al sol tenía sus beneficios. Dejó el cesto vacío en la pila. Nunca se fio de la máquina que le había comprado su hija Yoli, por eso seguía lavando a mano y restregando con jabón de sosa los trapos y los paños que utilizaba para limpiar los suelos y los cristales de la casa. Cortó lavanda e hizo un pequeño ramo para colocarlo después en el saloncito y que impregnara el ambiente; podó algunas plantas, les quitó las hojas secas y las flores marchitas y las regó, cavando un poco la tierra para que el agua penetrara hasta la raíz; se extrajo la espina que se había clavado en el dedo índice, si aquello podía llamarse dedo, más bien parecía el palillo de un tambor. Sus hijas la habían regañado cientos de veces por no usar guantes, pero ella estaba acostumbrada a trabajar así desde que tenía memoria. Barrió la galería y con la escoba quitó las telarañas que se habían formado en los rincones del techo. Echó unos cuantos cubos de agua sobre las baldosas para refrescar el lugar y cuando terminó se fue a la cocina, donde la esperaban los fogones. Descolgó el mandil del gancho que había cerca de la puerta y caviló sobre la discusión que había tenido con su hija Carmen la tarde anterior mientras se ajustaba los tirantes y se hacía una lazada en la parte de atrás de la cintura. Desde que conoció a su yerno, dio por perdida a su hija. Eran poca cosa para lo que aquel señorito esperaba. A Francisco le importaba tres pepinos, porque él se pasaba el día en la huerta, con las gallinas, las hortalizas y los perros. Asunción tenía la esperanza de que sus hijas la cuidaran llegado el momento, que la sacaran de aquellos fuegos, del trabajo sin fin que había en la bendita casa para restarle peso a tanta responsabilidad.
La artrosis avanzaba sin piedad. El dolor era un martilleo constante en las articulaciones que le hacía perder fuerza y agilidad. Casi se le escurre la cesta de los huevos. La dejó sobre la encimera y fue al frigorífico a por la gallina que había matado Francisco el día anterior. Preparó los huesos de jamón y los trozos de morcillo. Escurrió los garbanzos y echó el agua en las macetas que tenía en el alféizar de la ventana. Revisó los garbanzos por si había alguno malo y, después, los puso en la olla para espumearlos un poco mientras en la tabla cortaba la gallina con la piqueta.
La casa se había quedado vacía. Fue ayer cuando las niñas corrían de un lado a otro y Francisco las subía en el borriquillo para darles un paseo. Ella, metida siempre en la cocina, les hacía mantecados, flores de azúcar o magdalenas, así crecían fuertes y sanas. Ahora horneaba un bizcocho de vez en cuando porque ni su marido ni ella comían muchos dulces. Lo que seguía haciendo sin fallar eran las conservas de pisto y asadillo. Las envasaba al vacío en frascos de cristal y los almacenaba en la despensa por si enfermaba y no se podía levantar de la cama. O los tarros de caldo que guardaba en la nevera y en el congelador y que, a veces, se le amontonaban tantos que tenía que llevarle a la vecina seis o siete de golpe. Asunción revivió las faltas de respeto y los insultos que le había lanzado Carmen durante la discusión. Refunfuñaba mientras espumeaba el caldo, como si le estuviera cantando las cuarenta a su hija. Apoyó el colador en el cuenco y, al darse la vuelta para seguir preparando las verduras, se encontró de frente con Yoli.
—Menudas horas tienes tú de venir. Claro, como hoy no trabajas… mereces descansar, ¿verdad? Y a tu madre que la parta un rayo.
—Perdona, mamá. Quería haber venido antes.
Asunción guardó silencio, intentando frenar las palabras que luchaban por salir y continuó pelando los ajos. No aguantó:
—Vosotras creéis que con pedir perdón está todo solucionado.
—Te prometo que quería venir antes.
—Déjate de promesas. Ya me las conozco. Podías haber llamado. Te hubieras ahorrado el viaje.
—He venido…
—¿Piensas quedarte a comer o vas a marcharte corriendo dentro de cinco minutos?
—Me gustaría quedarme, pero…
—Seguro que con esta visita ya tienes la conciencia tranquila. Hay que ver qué pena más grande, que ninguna de mis hijas haya salido a su madre.
—Lo siento, mamá.
—Yo sí que lo siento. Toda mi vida criando hijas y ahora me veo más sola que la una. Si mi madre me viera… ¡Vergüenza le daría de sus nietas!
—Mamá.
—Sí, hija, sí. Porque tenéis un montón de cosas que hacer. Tu madre, no. Tu madre se levanta por la mañana y está el mayordomo esperándola.
—Necesito que sepas que…
—No te quedes ahí parada y ayúdame, ¿no ves que estoy haciendo un esfuerzo con las manos? Pélame esas patatas por los menos para echarlas al cocido.
—Mamá, me están esperando.
—¡No sois hijas mías! ¡Ninguna! Ayer fue tu hermana la que me llamó para darme un disgusto y hoy vienes tú con las mismas marchas. Pero ¿vosotras a quién habéis salido? A mí no, desde luego. ¡Obras! ¡Obras son amores! Si no has venido a ayudarme, entonces ¿a qué has venido?
—A decirte que…
—Seguro que tu marido se ha quedado en el coche para ahorrarse el saludo. Como el otro señorito. Eso sí, cuando vienen se hinchan los carrillos, pero pasar y saludar a la suegra, no. Vaya caraduras que están hechos.
—Mamá, he venido sola. Luis está…
—¿Sabes qué? No me interesa. Haced y vivid como os dé la gana. Aquí no vengáis a darme sofocones ni a ponerme mal cuerpo, porque hasta que no me veáis echar la hiel por la boca, no vais a parar.
Se puso a pelar las patatas deprisa. Dio una encogida cuando se cortó en la yema del dedo gordo y soltó el cuchillo y la patata. Empezó a salirle sangre.
—¡Me cagüen la leche jodía! ¡Si me van a matar a disgustos entre la una y la otra!
Puso la mano debajo del grifo y después se enrolló el trapo de la cocina. En el baño tenía el botiquín. Se curó con un poco de oxigenada. No era un corte muy profundo. Se limpió con una gasa, se puso unas gotas de mercromina y se colocó un apósito con un poco de esparadrapo.
Al entrar de nuevo en la cocina, su hija se había ido.
Se quedó callada por un momento. Hipnótica. Subió el fuego y volvió a retirar con el colador la espuma marrón que se había ido acumulando. Removió los garbanzos y la carne y los dejó hervir un poco más antes de echar la verdura.
—Los hijos y los maridos por los portes son queridos. Ya lo decía mi madre. Vaya chasco me he llevado. Sí, señor. Dos hijas y ninguna es capaz de acudir para ayudarme. Hay que ver, qué desgraciada soy.
Oyó que Francisco se sacudía las botas en la galería y la llamaba desde allí. Se hizo la sorda y esperó a que él llegara a la cocina. Se quitó la boina al entrar.
—Un poco de sopa viene estupendamente. El día se está poniendo feo.
—Lleva feo desde ayer —lo dijo más para sí misma que para que lo oyera su marido.
—¿Me estás oyendo?
—¡¿Qué?!
—Te digo que se avecina tormenta.
—¿Has guardado a las gallinas?
—Pues claro, mujer, ¿es que te crees que nací ayer?
Asunción sacó del frigorífico uno de los tarros de caldo de reserva porque el de la olla aún no terminaba de cocerse y todavía faltaba un rato. Vertió el contenido en un cazo y lo puso en uno de los fuego pequeños para echar los fideos enseguida que hirviera. Peló un par de calabacines y los sofrió antes de mezclarlos con el huevo y hacer la tortilla. A la media hora, mientras había puesto la mesa y terminado de preparar lo que iban a comer, apagó el fuego y puso la tapa a la olla. Colgó el mandil en su sitio y llevó la tortilla a la mesa sin importarle lo caliente que estuviera el plato. Su marido veía el parte. Asunción trajo la jarra del agua y el cesto con la barra de pan cortada en trozos. No había hecho nada más que sentarse cuando el teléfono empezó a sonar.
—¿Quién es a estas horas? ¿No saben que a la hora de comer no se llama?
Se quitó la servilleta de tela del cuello, la dejó sobre la mesa y se encaminó al pequeño saloncito.
—¿Diga?
—Mamá, soy Carmen.
—Tendrás poca vergüenza…
—Por favor, olvida lo que pasó ayer, ¿vale? Lo siento mucho, en serio. Te llamo por algo urgente.
—Podrías haber esperado a que terminásemos de comer. Estas no son horas de llamar.
—Mamá, Yoli ha muerto.
—¿De qué estás hablando? ¿Te has vuelto majareta del todo o qué? ¿Cómo se te ocurre inventar algo así? ¿No te queda ni una pizca de pudor?
—¡Mamá! ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo me lo voy a inventar?
—Tú sabrás, pero tu hermana ha estado aquí hace un rato.
—¿Cómo? Imposible.
—Oye, haz el favor de tenerme más respeto y no me la líes otra vez. Si te digo que ha estado aquí, es porque ha estado aquí. No quiso ayudarme a pelar unas simples patatas. Por lo visto tenía prisa.
—¿Cuándo? ¿A qué hora?
—Serían las once, más o menos. Un poco más quizá.
—Mamá, Luis me acaba de llamar. Yoli sufrió un accidente de tráfico cuando iba camino de tu casa. Falleció a las diez y media.
Asunción intentó avisar a su marido. No pudo pronunciar una sola palabra. Se quedó paralizada, temblando, sujetando con fuerza el auricular del que ya no salía ninguna voz.
Jolínnnn nunca sé por donde va a venir la cosa ehhhhhh!!!! 🤔😘🥰
!!!Cuentazo!!!
El inesperado final toca como un chorro de agua fría.
Vivir renegando y la vida te deja de bruces con lo real, con lo que nunca se piensa como que estamos prendidos con alfileres.
Gracias