Creencias
de Bruja Maldada
No tienes alma. Yo tampoco. Los filósofos se pasaron siglos explicándonos el significado de ese concepto con la única intención de presumir, de hacernos creer que sabían algo cuando, en realidad, el motivo de esas teorías era no tener que buscarse un trabajo decente. Los curas hacían lo mismo. Más descarados todavía, con el fin de atraer a más seguidores, pero basándose en las mismas ideas mediocres. Al morir, tu alma irá al cielo. Patrañas. La gente suele contar historias para enredar la mente de los más tontos. La ignorancia es muy atrevida y más en estos casos. No te dejes engañar. No tienes alma, así de sencillo. Lo comprendes cuando vives una tragedia detrás de otra. Son tus órganos los que mantienen vivo tu cuerpo. Nada más. Todos los días te levantas y haces la misma rutina. Preparas a tus hijos para ir al colegio, discutes con ellos, no te hacen caso y vais a llegar tarde. Empiezas a soltar un montón de voces y a ponerles castigos que no sabes si podrás cumplir, pero harás cuanto esté en tu mano para que te respeten. Son pequeños. El mayor tiene siete años, el mediano cinco y el más pequeño tres. Les exiges demasiado, como si fueran adultos. La rutina y el estrés te llevan a hacerlo. Tu marido trabaja de sol a sol, y aunque te ayuda en todo lo que puede, no es suficiente. Necesitas tu tiempo, tu espacio, una vida profesional, porque te has pasado los últimos años cambiando pañales, despertándote cada tres horas, en el mejor de los días, para darle de mamar a un ser que no podía valerse por sí mismo; has cuidado al que se ponía enfermo, con mocos, gastroenteritis o cualquier virus que le hubieran contagiado en el colegio; has lavado sábanas, pijamas y toallas en mitad de la noche, procurando no hacer ruido mientras los demás dormían. Tu cuerpo aguanta ese ritmo. Tu cuerpo, no tu alma. Y un día, al comenzar de nuevo, cuando pareces resurgir de ese infierno y las cosas se han calmado, te llevas el hachazo. Pretendes sentarte a comer, antes de recoger a los niños del colegio. Casi a las tres y media de la tarde. En el cuenco que tienes delante están las sobras del día anterior: unas lentejas frías. Te interrumpe una llamada. Conoces el número, lo tienes guardado en la agenda, te ha llamado otras veces. Es la directora. No entiendes lo que dice, solo palabras sueltas: hospital, Manuel, golpe … Te levantas de la silla, coges las llaves y el bolso y sales echando leches sin importarte cómo vas vestida, porque lo único que quieres es que termine el día, que llegue pronto la hora de la cena, acostar a los niños y descansar. De camino al hospital llamas a tu marido, le dices lo que ha pasado y, al cabo de un rato, os encontráis los dos frente a un doctor que habla de un traumatismo craneonosequé y recibís esa noticia que nadie quiere escuchar.
Pasan varios meses desde que lo enterraste. Lo metiste en una caja de madera y lo guardaste bajo tierra, como si de esa forma pudieras borrar lo sucedido. Los órganos de tu cuerpo siguen funcionando a pesar de que tu vida se ha puesto patas arriba. Tu marido continúa trabajando para que podáis comer y pagar las facturas. Pero tú has dejado de levantarte de la cama. Malduermes a base de pastillas. Las necesitas. Los niños se han ido a vivir a casa de tu madre. Desde la tragedia se instalaron allí. No te importa. Lo único que anhelas cada mañana es que la pesadilla haya pasado. Caminas deprisa hasta la habitación de Manuel, abres la puerta y ves que todo sigue igual, que la cama está vacía y que sus cosas están intactas, aunque una capa de polvo se ha ido instalando sobre ellas. No es un mal sueño: tu hijo murió y tendrás que convivir con esa realidad. Sales a la calle si no te queda más remedio, con las gafas de sol puestas, incluso los días de lluvia. Vas a lo tuyo y te haces la despistada si alguien conocido intenta acercarse a ti. Sentada en el sofá, sin encender la luz, ajena a la realidad, te acuerdas otra vez de los filósofos y los curas. Los detestas por engañar a la gente durante tanto tiempo. Si tuvieras alma, si alguien o algo te hubiese dotado de una cosa así, quizá no sentirías el peso de tanta oscuridad. Ahora, tu corazón es un músculo negro y tus venas, líneas grisáceas que recorren tu interior sin más cometido que esparcir esa negrura hasta el último rincón de tu cuerpo. Presentas un estado de sonambulismo, eres una especie de zombi: muerta, aunque tus constantes vitales continúen dando señal.
El tiempo no se detiene. Sin embargo, necesitas volver al pasado. Retroceder hasta estar los cinco juntos de nuevo y ahí accionar la palanca y parar. Te has encerrado en ti misma y has desconectado del mundo. Los demás han retomado su vida, incluyendo tu marido. Compró un apartamento cerca del mar y los tres se mudaron allí. Los niños han ido creciendo. Dejaron de extrañarte, se adaptaron a su nueva vida. Tus padres fallecieron. Se hicieron mayores de la noche a la mañana y no recuerdas en qué momento te fuiste a vivir a su casa. Quizá cuando el abogado te dijo que al ser hija única heredabas todo.Perdiste las pocas amigas que tenías. Se cansaron de llamarte, de que no les cogieras el teléfono, de hacer esfuerzos para estar contigo y que no sirvieran de nada. Te quedaste sola. Fuiste consciente tiempo después, cuando algo te molestaba en el pecho izquierdo y te hicieron unas pruebas. Viste la cara de preocupación del médico tras los resultados. Quisieron darte unas sesiones de quimio antes de pasar por el quirófano y extirparte el pecho, pero tú dijiste que no. Decidiste que vivirías así sin más, duraras lo que duraras. La cosa empeoró. Te presentaste en la consulta medio muerta y dijiste que te operarías. No soportabas el dolor de espalda. El médico no se enfadó contigo. Conocía tu historial. Él solo quería salvarte. El día de la operación no llamaste a nadie. Hacía años que habías perdido el contacto con el mundo, ¿para qué molestar a nadie?, ¿qué ganabas teniendo a alguien allí? Lo último que viste fueron los focos del quirófano y la mirada de aquel médico entrado en años vestido de verde.
Te despertaste sin esa presión en el pecho. El cirujano daba órdenes muy seguidas mientras el personal auxiliar se movía con rapidez. Estabas de pie junto a ellos. Intentaban reanimar a la mujer que yacía en la camilla. Te miraste a ti misma cuando dejaron de usar el desfibrilador. Continuabas inmóvil con aquel gorro de tela y el tubo en la boca. Cambiaste de escenario en el momento en que pensaste en tus hijos. Te hallabas en una sala de estar desconocida para ti. Ellos estaban sentados en el sofá, uno al lado del otro, riéndose y concentrados en la pantalla de la televisión, pulsando los botones de un mando que tenían entre las manos. Te trasladaste a la cocina. Tu marido preparaba algo de comer junto a una mujer rubia con gafas. Desconcertada, giraste a un lado y a otro. Una niebla densa no te dejaba avanzar y caminabas sin rumbo. Te miraste las manos y los pies descalzos. Eran el contorno azulado de un cuerpo que ya no tenías y fuiste consciente de que el tuyo se había quedado en aquella cama. Volviste otra vez al hospital y encontraste a tu marido hablando con el cirujano que había intentado reanimarte. Tu cuerpo sin vida estaba tapado con una sábana. Ahora, tus hijos ya no reían. Guardaban silencio al lado de la mujer de gafas, sentados en el sofá en el que antes jugaban. La niebla se había vuelto más ligera. Vagabas por un camino estrecho y oscuro. No tengas miedo, mamá. Te detuviste, mirando en todas direcciones y gritaste su nombre después de tantos años. Corrías deseando encontrarlo, sin lograr avanzar. Te invadió una multitud de voces distorsionadas y huecas. Te agachaste y te tapaste los oídos, intentando acallarlas. De nuevo, la voz de Manuel: no tengas miedo, mamá. Una ráfaga de luz te indicó el camino. Y, sin saber cómo, te encontraste frente a una puerta que parecía pequeña comparada con el muro alto, largo y de color ocre, en el que estaba situada. En realidad, era un puerta inmensa de oro macizo abierta de par en par, de la que salía una luz tan potente, que hacía irresistible la voluntad de entrar. Al otro lado, te esperaba Manuel, que no paraba de sonreír. En cuanto traspasaste el umbral, echó una carrera y se lanzó a tus brazos. Brillaba por sí solo, como la ciudad en la que os encontrabais.




Qué bien escrito. Tantas cosas en tan pocas líneas, con ese ritmo frenético de la vida misma. Con puntos y comas pero sin una gran pausa hasta el final. Cuánto dolor contenido. Gracias por escribirnos estas historias tan reales.
La vida que aquí vivimos, es una experiencia de esa energía que nos dio un cuerpo para transitar este lugar, llamado Tierra. Y, a veces duele.
Gracias, por compartir este tremendo relato.